Hace muchos, muchísimos años, un bosque de Tailandia se iluminaba cada noche gracias a la luz de las luciérnagas. Los animalitos formaban un enorme grupo que vivía en comunidad dentro de los agujeros que había en la corteza de un árbol milenario.
Cuando desaparecía el cálido sol de verano y un manto oscuro lo cubría todo, las luciérnagas, muy juntitas, salían a bailar. Sus cuerpos titilaban como pequeñas estrellas resplandecientes. Cientos de lucecitas iluminaban la noche, creando un espectáculo visual que emocionaba al resto de los animales.
Todas las luciérnagas disfrutaban de ese ritual nocturno excepto una, que nunca quería salir a volar con las demás. Nadie entendía qué le sucedía. Al contrario que sus orgullosas compañeras, ella prefería permanecer oculta en su escondrijo del árbol.
Un día, su abuelita, una de las luciérnagas con más experiencia en el arte de la danza nocturna, se quedó hablando con ella.
– Querida nieta – le susurró cariñosamente – ¿Qué te sucede? Nunca quieres salir a volar con nosotras y no sabemos cuál es la razón. Es muy divertido y nos da mucha pena que seas la única que no participe en este maravilloso juego.
– Me da mucha vergüenza, abuelita. Cuando veo la increíble luna iluminando la noche con su brillante luz, me siento insignificante. Jamás podré compararme con ella – contestó lloriqueando la pequeña luciérnaga.
– Eso no es del todo cierto, querida nieta – quiso consolarla su abuela – La luna no siempre ilumina igual las noches del bosque.
La pequeña luciérnaga puso cara de extrañeza y no supo qué pensar.
– No te entiendo, abuelita… ¿Qué quieres decir?
– La luna no brilla siempre igual, chiquilla. Cuando está llena, su luz lo invade todo y aclara la noche. Pero cuando está creciendo o menguando, su brillo es mucho menor. Hay días que la luna es tan diminuta, que, si no fuera por nosotras, el bosque parecería un oscuro túnel. Esos días, nuestro trabajo cobra mayor importancia porque tenemos la responsabilidad no sólo de embellecer el mundo en sombras, sino de servir de guías a todos los animales para que puedan orientarse en la oscuridad.
¡Qué bien se sintió la pequeña luciérnaga tras la explicación de su abuela! Ahora entendía que aunque era chiquitita, su misión era muy importante para la vida del bosque. A partir de ese día, salió puntual y rebosante de felicidad a compartir el mágico baile de luz con sus compañeras.
ADAPTACION: La luciérnaga que no quería volar.
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